Cerca del mediodía, en el banco. Hago fila frente a las cajas. Aparece una señora con un perro suelto e hiperkinético: iba y venía, olía a las personas, los maceteros, ladraba. El señor de seguridad se le acerca:
-Señora, no puede estar acá con el perro.
-Pero necesito cambiar $100
-Sí, pero tiene que dejar el perro afuera.
-¿No me hace el favor de cambiarme?
-Soy de seguridad, señora, eso se pide en caja; saque el perro.
-Vamos, bebé -le dice al perro-; nos discriminan.
OBVIO que no puedo con mi genio y tan alto como su queja, le digo:
-No, señora, no es discriminar, es sentido común.
Los próximos minutos se escucha su lucha en la puerta pidiéndole por favor al perro que se quede quieto y espere. Claro, no hay correa a la vista. Vuelve a entrar, sin el perro, luego de cinco, diez minutos de show.
Se acerca a mí, que estoy primero en la fila.
-Ud. que está primero, ¿puede cambiar $100 cuando le toque?.
Sonrío de oreja a oreja, asiento con la cabeza y digo:
-No, gracias, no quiero.
La sonrisa y el tono la desconciertan.
-Pero estoy con mi bebé
-No, señora, está con un perro.
-Gracias, muy amable.
Y se va ofendida.
No tengo ganas de fomentar la locura de otros. La mía me alcanza y sobra.