Mientras las mujeres atendían -varones hay un par de adolescentes, que no estaban-, uno de los nenes, de seis, siete años, hacía la tarea. Sentado sobre un cajón, el cuaderno apoyado en otro, la mochila a un costado y el guardapolvo blanco todavía puesto. Haciendo cuentas.

Una de las señoras -¿la mamá?-, entre lechugas y manzanas, se acercaba, miraba, corregía.
Un par de clientes le hicimos algún comentario: yo de pésame, porque no sé ni dividir; una mujer lo felicitó.
Me dio orgullo: por él, por su familia trabajadora, por los que lo notamos.
Orgullo y humildad a la vez.
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