De chico me enseñaron a no reírme de los defectos ajenos. Es decir: era claro que no estaba bueno burlarse del tartamudo, del que tenía anteojos gruesísimos, de un vecino que era rengo. Eran defectos físicos y bastante evidentes, como el de un amigo de unos primos que tenía parte de la cara quemada, algo muy feo.
De él no me hubiera burlado porque me daba pena y curiosidad: quería y temía tocar esa piel arrugada y deforme. Estábamos lejos de hablar de integración, inclusión, igualdad de oportunidades y derechos. Era más en la línea de pobres, ya bastante desgracia tienen con su defecto. Los que tenían algún retraso mental, madurativo, sindrome de Down, o afines, casi ni estaban visibilizados. A mí me daban miedo.
Hoy día los defectos ajenos pasan por otro lado. No son físicos, no son genéticos, no son madurativos.
Algunos me provocan risa. Otros miedo. Pero ya no me importa hacer como que no existen.
28 de septiembre de 2012
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