Crecí con fama de
ser torpe. Fama medio merecida, a decir verdad, aunque exagerada. La leyenda
familiar dice que no pasaba día sin que volcase un vaso y una vez por semana
probablemente lo rompiese.
El tiempo me fue
mejorando: hay cosas en las que ya tengo un master de torpeza; en otras me
sorprendo: no te digo que te haga un revoque y lo aplique con fratacho, pero me
las arreglo lo suficiente como para sentir un subidón de testosterona.
Lo que todavía no
logro es dejar de romper cosas en lugar
de arreglarlas luego.
No se puede todo.
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