Por el horario, el colectivo no venía lleno, pudieron sentarse. Estaba yo en uno de los últimos asientos individuales. Las chicas con el bebé se sentaron atrás, la madre un poco más adelante, en uno de los asientos dobles. Y los olores. No era el pañal del bebé, no era sudor: era el peso de la pobreza hecho aroma.
Algunas ventanillas se abrieron discretamente, pese al frío. Me sentí tentado de cambiar de lugar e irme más adelante. Estoico, permanecí. Sentía que irme sería violento. Calculé que bajarían en La Cava -sí, juzgué por portación de rostro-. El bebé comienza a llorar. Se hablan entre madre e hijas de un lado al otro. Y el olor.
Bajan en Neyer y Rolón. El olor se me queda en la memoria. Doliendo. De muchas maneras.
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