A los 94 lúcidos y plenos, don Paco tuvo la mala idea de morir. Lo creían inmortal y ya quisiera ser como él cuando viejo.
Españolísimo que amaba a Argentina. Inmigrante que, por poder, se casó con Carola, con quien estuvo hasta que su novia eterna se le adelantó, hace unos pocos años. Paco tomaba todo en serio menos a sí mismo. Escribía largos párrafos para conmemorar y celebrar a los demás, llenos de poesía, guiños y metáforas. Cuando los leía, temblábamos: nunca se sabía hacia dónde iba ni cómo terminaría. Con acento castizo e histrionismo, avanzaba.
En la década sangrienta el horror le quitó dos hijas: Teresita, quien sigue desaparecida, Lourdes, que tuvo que exiliarse en España entre gallos y media noche. Sus otros hijos, siguen trabajando con compromiso social y político. Verlo, en alguna celebración, abrazando a un militar retirado para darle la paz, es una imagen que guardo profundamente.
El viejo Paco -¿Pero qué decís, Paco? solía provocarlo- poseía una enorme bonhomía, esa cualidad tan sutil y desusada. Un caballero gallardo. Un maestro.
Hasta tanto.
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