Buenos Aires arde con unos 33º que no sabemos bien de dónde vinieron, pero vaticinan que ya mañana desaparecen. Acabo de llegar a casa. Breve respiro antes de seguir.
Vengo de estar con mi familia extendida: es decir, más de 70 personas, entre los 85 años y los 11 meses (todo porque Tomás nacerá mañana o pasado, si no, hubiésemos bajado el promedio).
Bisabuelos, abuelos, padres, madres, hijos, sobrinos, novios de, parejas de... muchos.
Tantos que el encuentro fue en un club de barrio del cual uno de mis tíos fue socio fundador.
Tantos que hasta ha venido una desde los Estados Unidos.
Tantos, que aún así, faltaban algunos.
Esa multitud ruidosa y festiva me resulta cercana y ajena al mismo tiempo. Me reconozco en ciertos rasgos, tonos y gestos, en otros no tanto. Esa multitud ruidosa y festiva no está sólo unida por la sangre. De hecho, se mezclan (y se me mezclan) los que llevamos un ADN emparentado y los que no.
Hay niños que ya no sé de quiénes son hijos; hay novias que se me mezclan; hay historias que mejor no repetirlas. Pero la fiesta, el encuentro, nos iguala por un rato y volvemos a ser tribu. Y está bueno.
8 de noviembre de 2010
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