Decía en parte, ayer, lo que significó la experiencia del exilio para Israel. Entre el 587 y el 538 antes de la era común, gran parte de los habitantes de Jerusalén son deportados a Babilonia. Ahí, además de las crisis que mencionaba ayer, surge otra, que es paralela y transversal: ¿qué pasó con nuestro Dios?. ¿Fue vencido por los Dioses y Diosas de Babilonia?. Ahora que nada nos garantiza su presencia -no templo ni sacerdotes, no ofrendas, no tierra prometida, no reyes-, ¿está o no acá, con nosotros?.
Algunos comienzan a buscar otras palabras y expresiones para hablar de Dios: imágenes de madre, útero, compañero cercano, goel -el que rescata/responde por el que está en desgracia-, consuelo, casa... Y lo que es más, descubren que no es el Dios de ellos, sino el de todo ser humano: es el creador del universo, incluso de sus enemigos, el que hace que el sol salga para todos, el que a todos da la lluvia, el que está con ellos ahí, en el exilio, sin templo ni culto, pero irremediablemente unido a su pueblo.
De la experiencia de alienación cultural, religiosa, geográfica, nace la de lo universal; de la máxima lejanía física, la mayor certeza de presencia, inmanente y trascendente. Nace, como línea que subyace hasta las comunidades del nuevo testamento, la posibilidad de un Dios de todos y para todos.
El exilio genera la apertura. En el exilio, sopla la vida...
to be continued...
11 de marzo de 2010
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