No soy un fan de la música clásica. Es más, considero que hay algo de esnobismo en el 85% de las personas que dicen amarla. Como si fuese signo de superioridad cultural.
Claro que tampoco me gusta cualquier música, o alguna sólo la soporto en contextos específicos: cumbia, por ejemplo, dos temas en una fiesta, y punto. Me irrita el tímpano cuando la música está a tope, sea la cumbia en el barrio -con esa raspa que te pega en el hipotálamo-o cuando en cualquier reunión tengo que elevar la voz o esforzarme para escuchar a quien tengo al lado -y esto no es producto de la edad, puedo asegurarlo-.
Más bien, me gusta el silencio. Sin embargo, la música clásica me entró, literalmente, por los ojos. Viendo alguna que otra peli, por ejemplo, El Pianista, me enamoré de los nocturnos de Chopin; no sé cuál me presentó las suites para cello de Bach o los conciertos de Paganini para violín y guitarra. Pero sé que fue una experiencia kinestésica, donde el sonido acompañaba a la imagen, la imagen a la historia, y la historia tenía música.
Ahora, de a ratos, pongo algo de eso mientras leo o escribo. Y siento, de a ratos, que alguna puerta de la belleza infinita se abre.
23 de marzo de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario