Mariana, que nos guió en una excursión en Tilcara, estaba orgullosa de pertenecer a una comunidad y etnia aborigen. Decía -lúcidamente- que no se trataba vestir ciertas ropas o ser fundamentalista en la negación a la tecnología. Las comunidades están tejidas de tradiciones comunes, de una mirada compartida, de una cosmovisión que es origen, camino, meta. Algo así decía. Algo como: "No, ¿cómo vamos a vender la tierra, si es Madre, si es de todos?".
Al principio se cuidaba. No quería incomodarnos, no quería exponerse ni "quedar mal". Cuando vio que podía relajarse -al fin y al cabo, nuestras miradas se acercaban mucho, se fue animando a más: lo difícil de saberse malmirado por ser aborigen, el menosprecio de las costumbres y tradiciones, las hegemonías que se querían imponer.
Qué bueno, pensaba, poder re-hacer la historia, corregir enfoques, amar lo propio, asomarse a un nosotros común. Un nosotros que incluía e invitaba. Del que nos reconocíamos mutuamente parte no por raza u origen, sino por opciones y modos de mirar.
Dones.
24 de agosto de 2013
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