Cuando atravesamos la vida, en ese viaje a la madurez que nunca llega, transitamos el paso de descentramiento: niños o adolescentes nos consideramos casi el centro del mundo, el ombligo del universo.
No es una cuestión moral, sino evolutiva. A medida que sociabilizamos se desplaza, lenta y agónicamente, el eje: no soy un solo ser con mamá y asomo al mundo; mamá tiene vida más allá de mi necesidad de teta o pañales, y por más que llore, no aparece en seguida; mamá tiene otros -pareja, hermanos, trabajo-... Y eso sólo en los primeros años. Duelos, duelen estos quiebres. Pero son necesarios.
Por eso les enseñamos a los chiquitos (y no tanto) la importancia de compartir, de no ser egoístas, de tener en cuenta a los demás y sus necesidades, de empatizar y ponerse en el lugar del otro. Mientras les aseguramos su valía, su importancia, también buscamos abrirlos al mundo.
Muchos mueren sin lograrlo.
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