No me refiero al silencio como un absoluto incómodo. Sí lo pienso como el lugar del cual nace la palabra y al que va la palabra. Es decir, abismo que llama al abismo, en palabras del salmo (42,7).
O como captó Tincho y comentó: No sé si alguna vez disfrutaron del silencio entre dos o más personas. Tiene la simpleza y la bastedad de las cosas grosas de la vida... Es hermoso. Yo lo aprendí a fuerza de controlar ese impulso ansioso por llenar una conversación, con Diana, una amiga que hace mucho no veo. Es una gran administradora de los silencios y de las palabras. Cuando entendí como venía el ritmo, lo disfruté y ya no pude dejar de admirarlo.
Eso y también cuando nos quedamos callados ante la belleza o el dolor, extremos de la vida.
El silencio que gesta la palabra a ser dicha, que la pare, la da a luz.
El que se da en la oración cuando no sabemos qué decirle a Dios.
El del abrazo que sostiene y consuela.
El del papá que se emociona cuando el bebé le toma el dedo por vez primera.
El del escritor que sabe cuándo terminar la frase.
El de esa mirada que cruzamos y ya sabemos, no hace falta más.
Tantos otros, míos y de ustedes. Inalienables.
2 de julio de 2010
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