No hubo modo que entendiese su equivocación. Varios trataron de convencerlo, otros de averiguar a qué lugar quería ir: Señor, debe estar equivocado. Debe ser otro nombre.
Nada. Seguía en sus trece. El colectivero lo invitó a sentarse, que fuera viendo y que si veía dónde bajarse, le avisara. Se sentó en el primer asiento, dignísimo, con el paraguas entre las piernas y las manos sobre el mango, cual bastón con empuñadura de plata.
No sé hasta dónde habrá viajado. Lo que sé es que por más que hiciera mil kilómetros siempre iba a estar en otra parte.
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