Vi dos pelis estos días: Brother y Precious. La primera, me entero, es remake de una danesa, pero con caras bonitas del cine americano; la segunda, americana, pero sin las caras bonitas. Mientras me pongo a buscar la original danesa, más cool, claro, les cuento.
Antes que nada, me enamoré de Natalie Portman, de una belleza tremenda; segundo, me enamoré de Gabourey Sidibe, cualquier cosa menos bella. Una, viuda temporaria; otra, oprimida full time.
Dicho esto: no las vean si andan medio para atrás, ni en un día que sea el último programa de la noche: hace falta luego de verlas, un poco de aire, de sol, como para deshacer el nudo que queda a la altura del plexo solar. Pero véanlas. No hay héroes, no hay violines románticos, no hay príncipes o princesas azules (ni de otros colores). Hay un baldazo de emociones duras, planos cortos, conflictos, tensiones de las reales, dureza... Pero hay vida, una vida que por ahí no es la más Hollywood, pero está buena.
Brother me hizo pensar cómo nada está dicho, cómo el ser humano es Caín y Abel al mismo tiempo, cómo somos y no somos, a la vez, capaces de todo y de nada.
Precious, por otro lado, me generó violencia ante la crueldad y admiración por las infinitas posibilidades del espíritu humano.
Ambas historias, además, me resonaron conocidas, o al menos, no tan ajenas.
Eso sí, no preparen pochoclo que se les puede atragantar. Les avisé.
18 de febrero de 2010
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