En "Ensayo sobre la ceguera", Saramago pinta una terrible fábula: se destata una epidemia de ceguera, sumamente contagiosa. Al principio, los ciegos son aislados, pero finalmente, toda la población enceguece. Todos menos una mujer. Son los ojos de ella los que testimonian la degradación humana, los que ven, precisamente, cuán bajo puede ir el ser humano, cuan mal animal puede ser. Ella misma no es un personaje virginal e impoluto, se mueve entre grises, pero aún ve. De alguna manera, se convierte en la madre de una pequeña tribu, primitivas, primarias ambas.
He leído muchas, muchas veces este libro. Cada vez más, me afirmo en mi intuición de verlo como una gran parábola: en un mundo de enceguecidos, ¡cuánto sufre quien puede ver!; ¡qué responsabilidad conservar la vista y tener que ver-mirar-guiar a otros!. No lo digo desde la soberbia de creer que veo perfectamente, más de una vez los límites se difuminan y confunden, no calculo bien las distancias, pero veo, y de eso estoy seguro.
Son muchos los que ven, sombras aunque sea. La duda es si venimos de la oscuridad o vamos hacia ella. Si este ver es misión o castigo. Si no estaría mejor quedar sin luz.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario